Era 1903, en alguna de las frías noches del invierno londinense cuando Edwin van Persie un inmigrante holandés salía de la gris fábrica de latas para envasar pinturas o algún tipo de líquido no muy conocido por el puesto que nunca en su corta estancia en la factoría pudo ver algún envase lleno de algo, salía cabizbajo por un suelo tan gris como todo lo que observa a lo largo del día y solo matizado por su sombra fajo la iluminación de algún esporádico alumbrado público que lo hacía sentir tan insignificante como un paso en el cemento.
Él vivía en un pasillo en la casa de Mijaíl un compañero que había muerto al sufrir una hipotermia tras una borrachera que lo hizo dormir en la berma que colinda con la cantina, más que una casa para Edwin era un dormitorio, más que un dormitorio una cama, más que una cama un frio montón de distintos ropajes que le servían como silla, mesa y un artefacto que le permitía recostarse medio metro sobre el suelo – quizás esa sea la única diferencia- ; por ende su único lugar familiar dentro de la “Carl Silver” – nombre de la fábrica – era su diminuto espacio de trabajo de más o menos 1 x 2 metros y la letrina.
Edwin era un hombre retraído no por voluntad ni por timidez sino que por la alienada condición en la que él veía a sus compañeros, la incapacidad de cruzar palabra alguna hacía que la única melodía que el escuchaba diariamente era el sonido de los metales y uno que otro grito desgarrador de sus compañeros al sufrir accidentes, que comúnmente terminaban con las manos cercenadas y por consiguiente eran despedidos por su inutilidad para el trabajo.
Estando lejos de su familia, sin una condición de vida siquiera digna su único atisbo de felicidad o a lo menos goce estaba determinado por su orquesta cerebral que había creado donde los metales interpretaban la banda sonora de cada una de sus penurias y sus anheladas alegrías. Una noche tan común como cada una de las noches y que probablemente era la noche de una sábado – por que había oído a uno de sus compañeros murmurar que mañana le compraría un pastel a su hijo y dedicaría completamente su día a él, intentando celebrar su cumpleaños número ocho; por esto pudo inferir que era sábado ya que no existía posibilidad alguna de tener otro día libre del trabajo – tomo x tarros que saco de la fábrica y busco en el camino diversos materiales con los que podía rellenarlos. Una vez llenos busco dos lápices grafito en su maleta que lo hicieron llorar por su hijo y en muestra de su aprecio por él, los usó para interpretar aquella melodía que en realidad no era más que la producción de diversos ruidos (unos menos desagradables que otros) y termino aquella noche llorando sobre los tarros, su montón de harapos, su invariable soledad y reflexionando sobre la poca importancia que tenía el buen sonido, sino que más bien era lo único que le permitía hacer los metales de las latas menos frías que aquella noche, lo único que traía a su pequeño hijo a su lado y lo único que durante seis infernales años de trabajo lo hizo llorar, así descubrió que aún era un ser humano.
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